La razón de las sospechas

enero 10, 2012

“Se llama matrimonio de conveniencia a un matrimonio de personas que no se convienen en lo absoluto”, Oscar Wilde.

El viaje Lima-Londres no es un viaje corto. Peor aún, es sumamente largo para cualquier hermano Latinoamericano, para un amigo suda –para decirlo bonito-, para un sospechoso común de un crimen que seguramente no cometió ni cometerá. El vuelo IB 3166 de Iberia me dejó en la capital británica después de casi 20 horas de aviones y aeropuertos; de maletas, maletitas, maletotas; de perfumes y revistas Duty Free; de comida que a 10 mil pies de altura baja más lenta; y por supuesto, de policías y ojos que solo miran sospecha y buscan condenada.

Al bajar del avión un pequeño cartel me soplaba, buena gente, que las colas en migraciones serían más largas porque la justicia, ahora más que ciega, había adquirido el talento de abrir más los párpados para detectar pasaportes y visas falsas. Aptitud para detectar sí, pero no para disminuir el tiempo de los pasajeros en una cola de cuatro aviones provenientes –asumo yo por mis prejuicios- de Asia, Europa del Este y América de Sur. No había formula para sortear una cola de esa magnitud; pasaporte europeo no tenía y diplomático, mucho menos. Viejito o convaleciente no estaba pero mi cuerpo de veterano veinteañero era sólo la cáscara de un sufrido anciano que por dentro estaba a punto de desmayarse. Isabel, con quien compartía épico éxodo, no tuvo mejor idea que continuar la lectura de un libro que la mantenía distraída y de buen humor. Yo, en cambio, no tengo su capacidad de lectura en procesión y decidí simplemente mirar cómo la cola, lenta y bulliciosa, avanzaba convenciéndome en cada paso de que ya estábamos en tierra firme. La zigzagueante peregrinación duró 45 minutos, 2700 segundos exactos. Nunca tan precisos, nunca tan ingleses.

Luego de darle las buenas noches al querido oficial de migración, continué con mi guindísimo pasaporte peruano avalado por la Comunidad Andina y el guindísimo pasaporte inglés de mi compañera acreditado por Dios Todopoderoso. A ella, claro está, le tomó escasos segundos resolver el trámite, mientras que el celoso guardián de suelo británico me miró a los ojos disparando a quema ropa:

¿Qué has hecho el 4 de octubre?

¿Juat?, respondí frenético en perfecto inglés. No sabía, por supuesto, de qué estaba ladrando el cancerbero. Separó mi pasaporte del de mi ahora conveniente esposa y le explicó calidamente que si le provocaba, podía marcharse y dejar a su marido solo mientras que ellos se lo comían degustando de la popular Peruvian Cuisine. Isabel no aceptó y me acompañó mientras que el guardia, muy correcto a pesar de sus sospechas, retenía mi pasaporte, me regalaba una papeleta justificando la retención y nos invitaba a sentarnos en el purgatorio de los inmigrantes. ¿Qué he hecho el 4 de octubre?, le pregunté a Isa, a mi, al universo. No lo recordaba. Problemas con migraciones no había tenido puesto que no había salido del país desde comienzos de septiembre y tan solo por algunos días. Recordar en qué lío uno se ha metido es muy difícil cuando te despojan de tu único registro de identidad en un país que si bien te adoptó por un rato, nunca será tuyo. Y eso los oficiales de migración te lo recuerdan cada vez que pueden. ¿Drogas?, ¿alcohol?, ¿no pagar en el bus, en el tren?, ¿labor ilegal?, ¿juntarme con gente de mal vivir? De todas estas alternativas no recordaba que la policía me haya detenido o siquiera visto practicarlas. La única oportunidad en la que tuve algún dialogo medianamente extenso con la ley fue cuando, vergonzosamente, me obsequiaron una papeleta-souvenir por manejar bici en la vereda. Minutos después y mientras esperábamos la llegada del uniformado, resolvimos que todo se trataría de un error, de una confusión, de un molesto caso de homonimia. Veinte minutos después, el oficial se acercó hacia nosotros y nos dio el veredicto: “Tienes una denuncia por sospecha de matrimonio por conveniencia”. Miré a Isabel rápidamente y me encontré con su cara mirándome a mi; coreográficamente nos pusimos a reír. “Resulta que el 4 de octubre”, continúo el oficial, “los encargados del registro civil previo a su matrimonio sospecharon de ustedes porque”, agárrense de las manos, “no tuvieron suficiente contacto visual”. Nuestra risa se convirtió en algarabía cuando le dijimos al oficial que posiblemente era porque pedimos el matrimonio más barato, más simple y más rápido. Entonces, nos convencemos ahora, para que el verdadero amor sea válido tenía que ser caro, majestuoso y lento como lo dice el horrendo librito Wedding Planner que te proporcionan en el registro civil, y en donde las huachafas ceremonias no descienden de las 10 mil libras.

Al comprobar que vivíamos juntos desde hace más de tres años, que teníamos cosas mancomunadas como cuentas bancarias, recibos de luz, agua e internet, y que hasta Isabel había cambiado su nombre en algunos de sus documentos, el ahora muy agradable policía selló mi pasaporte y me lo entregó con una sonrisa quejona diciendo:

“Si así están las cosas, deberían verme cómo mi esposa y yo nos miramos. Hace rato nos hubieran deportado”.

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